Enero, 1984. El violín arrulla el corazón del porteño San Telmo, cerca de la medianoche de un sábado. En Chacabuco 508, se desvela el claroscuro de Jazz & Pop. “No puedo darte más que amor, nena”, se entrevera entre whiskies y ginebras. El rostro fatigado deja escapar ahora por sus dedos los sones de “Night and day”, que florecen en quinteto. Aunque sabe que el plato principal es el trompetista tano Enrico Rava, que buceará con sus colegas argentinos (Néstor Astarita, Horacio Larumbe, Alfredo Remus, Jorge Cutello y Dino Saluzzi) en el alma de Nino Rota, el telonero dibuja un repertorio que despierta aplausos. Una “Niebla del Riachuelo” se cuela en la despedida.
1913, 4 de julio. Valparaíso (Chile) lo acuna en la luz de un viernes. “Mi madre Laura era una mujer chapada a la antigua y se dedicaba a las tareas de la casa. Aníbal, mi padre, era corredor de bolsa y aficionado a los burros. Pero la vocación me la fomentó mi mamá, a quien le gustaba la música. El primer juguete que tuve fue un violín chiquitito; supongo que ahí empezó todo. Recuerdo que lo salvé de un incendio cuando se quemó nuestra casa”, dice.
Bastó que el gran Joe Venuti lo sedujera en la adolescencia a través de un disco para que supiera cuál era su camino. Solo tiene 14 años. Ernesto Lavagnino le brinda un lugar en su orquesta. Mendoza es su próximo destino. 1935, abril 24. Se ofrece en Radio Cuyo como intérprete de jazz, pero le piden que toque un tango que, sin saberlo, se le posará en la costilla izquierda. Con “Alma de bohemio” consigue su primer trabajo. Recala luego en Buenos Aires. Se convierte en acompañante de Betty Caruso y Fanny Loy, en Radio Belgrano. La orquesta de René Cóspito lo convoca.
1940. En la boîte Chaumière, hermana su violín al piano del Mono Villegas. “Él para mí fue una escuela. Si uno no aprendía con Enrique Villegas, no aprendía más”, afirma. Las desavenencias con Oscar Alemán se profundizan y la historia termina mal. “Estuve un tiempo en su orquesta, pero no lo aguanté. El embolsaba $6.000 y nosotros $400. No podía ser. Nos agarramos a trompadas una noche en Punta del Este porque se le ocurrió decir ante el público que él era lo más genial de la orquesta”, evoca.
Válvula de escape
1958. Un barco lo lleva a Nueva York. “Me hubiera gustado ir con más frecuencia a Estados Unidos, pero nunca viviría allí. Los norteamericanos viven para ellos, es otra cosa, otra vida. Yo prefiero esto, lógico”, reflexiona. Sara lo hechiza en los carnavales de Independiente y lo lleva al altar. Tres hijos florecen entre las cuatro cuerdas. “Siempre me he ganado el peso tocando el violín. Mi vida económica no ha sido muy buena, qué le vamos a hacer. Para mí la música representa una válvula de escape. Me gustaría llegar a tocar muy bien, aún me falta mucho. El violín requiere práctica constante porque la gente está esperando que uno se equivoque y no voy a darle con el gusto. El mayor estímulo cuando toco, es que la gente me escuche, que no hable. Cuando toco no pienso en nada ni en nadie, pienso que las notas tienen que salir al aire con ideas nuevas. Un tema se desarrolla como un pescado o un pollo: hay que alimentarlo de una forma o de otra hasta que madure”, revela.
En Holanda sostienen que es el mayor violinista de jazz del mundo. Boliches de la calle Corrientes, El Viejo Almacén, la Richmond, Jazz & Pop conocen de la magia de su swing. El tango es un sentimiento que se sacude en “Malena”, “El entrerriano”, “Amurado”, “Silbando”... El rosarino Mito García lo acompaña en piano. “Pero todavía no me siento identificado con el tango. No se puede tener dos pasiones a la vez. Soy músico de jazz y al jazz he consagrado mi vida y trato de tocarlo lo mejor posible”, dice.
Un peso más
Los discos con su Quinteto le dejan gratos elogios. El alma de bohemio se hamaca siempre en sus pulsiones. Las improvisaciones asombran a los entendidos. “Salgo temprano a visitar los boliches para preguntar a los dueños si a la noche va a haber trabajo. Yo solito me procuro el trabajo y me ayudo a conseguir un peso más. Todos los días lo mismo. El drama mayor de mi vida no es el dinero, sino la falta de trabajo. Con trabajo se tiene dinero, lógico... En este país realmente no reconocen a nadie”, comenta.
1988, junio 17. Ese hombre bajo y regordete ha sentado su violín en el cordón de la vereda. Carga 74 años en las ojeras y pasea la música por las calles, esperando que alguna mano le arroje unas monedas al pasar. Ha transitado toda la noche sin suerte. Ya casi nadie lo recuerda. El frío ha comenzado peligrosamente a perforarle los remiendos del alma. Ya es de madrugada. Está en el barrio de la Boca, a apenas dos metros de la Bombonera, cuando el bastón se quiebra, el violín cae y destapa “Polvo de estrellas” en las nieblas del Riachuelo. “Mi vida es simple y la puedo resumir así: yo, el violín y el violinista”, piensa. Curiosamente, el viernes se convierte en su debut y en su despedida. El corazón de Hernán Oliva despeina ahora con su swing la soledad del silencio eterno.